Este fin de semana pasado ha sido ideal para tomar el sol. Por fin el frío y las lluvias se han largado y nos han brindado la oportunidad de tostar un poco la piel notando el calorcito por todo el cuerpo.
La verdad es que me moría de ganas. Así que el sábado, una vez terminadas las tareas pendientes, me dispuse a preparar el espacio exterior para poder gozar del amado sol. Después de tantos meses sin usarse, todos los muebles de exterior requieren atención y cuidado.
En primer lugar limpiamos las hamacas. Las compramos el año pasado y son cómodas como pocas. Luego, cogimos unas bebidas refrescantes para no pasar sed ni sufrir los efectos de la deshidratación. Beber mucho es necesario y la piel y el cuerpo en general lo agradece. Finalmente, preparamos unos berberechos y unas olivas para picar. En un buen aperitivo no pueden faltar estos elementos básicos.
Total, con el mejor soporte, unos líquidos frescos y la mejor comida, nos tumbamos a saborear ese fantástico sol con unas ganas locas. Cerré los ojos y escuché la suave brisa colándose entre las hojas de los árboles y dos pajaritos que cantaban de una manera divertida y alegre.
Todo era perfecto, idílico; justo como lo había imaginado. Hasta que el sonido de un trombón empezó a chocar en mis oídos.
No podía ser, una vez más, la persona misteriosa que toca el trombón irrumpía mi calma. Ya no me acordaba de él... Qué pesadez. La verdad es que aquellos que tengáis vecinos que aprenden a tocar un instrumento ya sabéis de lo que hablo. Yo creo que hace más de 8 años que oigo a esta persona practicar con el trombón. Al principio parecía que fuera un poco torpe. No sé... Año tras año tocando la misma escalera de notas sin ver ninguna melodía reconocible.
Pero hubo un año que a parte de tocar las notas habituales; las notas se convirtieron en una canción. Pero era algo puntual. Y así dos años más. El año pasado el aprendiz ya sabía tocar bastante mejor. Más bien practicaba canciones. Y este año seguimos igual.
Yo entiendo que no se puede decir nada. Lo sé. Pero no puedo evitar pensar algunas veces que se vaya a tocar a otro lado. A veces me imagino a mi misma cogiendo ese instrumento molesto y monótono y saltando encima de él hasta dejarlo plano como una hoja de papel como si se tratara de una escena de dibujos animados. Es que es lo único que rompe la calma en ese oasis de silencio.
Bueno, eso y unos vecinos molestos que en lugar de hijos parecen tener bestias que gritan diciendo palabrotas (¿Sus padres no les han dicho que esas cosas no se dicen?). Los niños crecen año tras año, pero siguen gritando igual. Parece que no saben comunicarse o jugar sin elevar el tono de voz. ¿Cómo lo soportan en invierno los padres cerrados en una casa?
Pero eso es lo que lleva la convivencia: convivir con otros. Es un poco pesado aguantar ciertas conductas, pero hay que aguantarse o irse en medio de una montaña. Porque es más fácil mudarse que hacer entender a ciertas personas que su libertad termina dónde empiezan a molestar a otro (y no lo digo por el de la música, aunque en invierno tampoco se lo escucha. ¿Sólo practica en verano?).
Solución práctica: cascos en las orejas y a escuchar una lista propia de Spotify.
No hay comentarios:
Publicar un comentario