Tal como os prometí, os voy a seguir contando la historia acerca de las botas. Fui a la tienda. Le expliqué el problema y como era de suponer curiosamente su respuesta fue “pues es raro, deben estar mal cosidas”.
Le explico que yo no juego a fútbol ni hago puntadas ni cosas raras… Ella me dice (tras un suspiro): “déjame tu nombre”. Se lo doy, faltaba más… Y entonces me dice: “llámame la semana próxima y te diré alguna cosa”.
Me la quedo mirando, consternada: “Oiga, ¿no cree que si el problema es de su producto debe ser usted quien llame al cliente?” ¡Por favor! ¿No es el ABC del trato con el cliente? No hace falta tener un máster en comercio y márketing para ver eso…
Pasa una semana. Sin noticias. Pasan otros tres días. Sin noticias. Paso por delante de la tienda con un poco de tiempo y me decido a entrar. Le vuelvo a recordar quien soy y cuál era el problema. Ella, con cara de “hay que pesadez de asunto” me comenta que ha llevado las botas a coser, que cuando lleguen me llamará.
Conclusión:
1. Se cree que soy idiota.
2. Ya me puedo ir despidiendo de las botas.
3. No hay quien se lo crea. Le costaría más cara la mano de obra que lo que valían las botas en sí.
Solución? Ella espera que por cansancio me olvide del tema. Yo he decidido no olvidarme del tema. No me da la gana. Sólo por como lo han llevado, no lo quiero dejar. No pido nada que no sea justo. He pagado unas botas. Y quiero unas botas.
Por eso, el expediente de las botas no puede finalizar aquí. Así que una vez más, os tengo que decir, que os seguiré contando cómo acaba el caso de las botas.
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