¡A Dios pongo por testigo que nunca más volveré a comprarme unas botas baratas; a Dios pongo por testigo que no lo haré, aunque me guste el diseño, que frenaré mi instinto comprador compulsivo!
Sí… Igual que Vivienne Leigh en su fantástica actuación en el legendario discurso de la película Lo que el viento se llevó. Igual de desesperada me he sentido al ver que las botas que había comprado hace 2 semanas en una tiendecita de barrio, mostraban mi dedo del pie.
Arg! Se acabó, nunca más. Ahora tendré que comprarme otras (mira que pena…) y el precio total de las botas será el que encuentre más lo que me costaron estas, aunque fue una ganga, quien se hubiera resistido….
Ya me entro un poco la desconfianza en las botas cuando un día que llovió se me mojaron todos los calcetines… No era una buena señal. Qué desastre!
No más tiendecitas de barrio, no más inventos ni pruebas… Hay un mínimo y de ahí no pienso bajar. Sí es que lo sabía… no hay gangas, hay cosas que cuestan menos y son peores. Punto. Y el que no lo quiera ver, que me diga si el jamón ibérico de bellota es igual que el del supermercado. ¿A que no? Pues eso, me he comprado unas botas en el super y ahora pienso comprarme unas en la sección delicatessen, como buena gourmet que soy.
Estoy muy enfadada con el fabricante. De hecho, pienso ir a contarle mi problema a la tiendecita en cuestión… no pueden vender zapatos con estos resultados. Os contaré qué me cuentan, aunque ya os lo avanzo: “ay, que raro, nadie se me ha quejado de las botas y se las han llevado muchas personas… que mal me sabe”.
Y yo le diré: oiga, yo no juego al fútbol con estas botas… Yo ando, nada más. ¡Ah! I que sepa que entra agua cuando llueve.
Ya lo veréis…
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